El
Papa ha dicho que se va, alegando motivos personales sin duda ciertos, como su
falta de vigor físico y mental para conducir la nave. La noticia,
inesperada, ha ocupado los medios
informativos durante días y dado pie a todo tipo de especulaciones.
No
es frecuente que un Papa dimita. Lo habitual es que su reinado concluya con su
muerte, pero no con la renuncia en vida. De ahí que la decisión de Benedicto
XVI sea la excepción, y con ello resulte
más noticiable incluso que la muerte, pues sugiere la existencia de alguna razón
o causa igualmente excepcional que la motive.
Y
es el propio Benedicto XVI quien desvela
el trasfondo que inspira su decisión al
anunciar “la existencia de divisiones, rivalidad y luchas de poder en el seno
de la comunidad clerical”. Éste parece ser el verdadero motivo: la división interna. Nada
nuevo, por tanto, ni excepcional, pues
la división es inherente a la vida humana y está en la raíz de nuestras
motivaciones, de nuestro comportamiento y de nuestras obras. La división
entendida, no como el acto de repartir, sino como estado del alma que percibe y
experimenta todos los elementos de Creación separados entre sí, y no la unidad
subyacente que los aglutina haciendo de las partes el Todo.
Este
es el sentimiento que nos hace creer y sentir que el “otro” no tiene que ver
conmigo y que su presencia constituye una amenaza para mí, para mis intereses u
objetivos, y justifica que me proteja ante él o que lo ataque en defensa de lo
mío. Este es el sentimiento que genera esa ética paralela a la que me referí en
otro artículo y que llamamos egoísmo.
Este es el sentimiento que convierte a los demás en “ajenos”, cuando no en
rivales o enemigos potenciales, y hace posible la confrontación y aún el
exterminio del rival, sin percibir la señal de que el daño causado a alguien es
a la vez daño propio.
Al
anunciar el Papa la existencia de divisiones, de rivalidad, de confrontación y
de luchas de poder en el seno de la Curia, está proclamando que el sentimiento al que me refiero en
párrafos anteriores habita en el corazón de la comunidad eclesial, que es a su
vez, el corazón de la
Iglesia Católica.
Tal
vez suponíamos que el núcleo “representante de Dios en la Tierra” era un hecho
aparte, libre de la atadura que nos limita y condiciona a los demás como si de
una maldición o un destino inexorable se tratara; algo así como una Creación
exclusiva, un reducto aislado y puro protegido frente a la contaminación
psíquica del mundo. Y resulta que no es así, que no existe tal exclusividad y
que allí se respira el mismo ambiente que en nuestras casas, en nuestras calles
o en nuestro lugar de trabajo.
Las
palabras del Papa revelan que, más allá de las apariencias, los seres humanos
somos igualados no sólo en la muerte, sino también en el vivir. El estado de separación, anida en el alma humana y se extiende por todos los
ámbitos sin excepción, confirmando que la vida se cimenta en una sóla ley y que no existen
privilegios en función del cometido, pues todos son igual de valiosos y
necesarios ante los ojos de Dios.
El ambiente que menciono más arriba alude a algo intangible, psíquico, que es el estado de separación subyacente en
el alma. Y su nombre es “Diablo”. Nombre adecuado para definir su naturaleza, pues
procede del latín diabolus y del
griego diábolos, que significan
dividir, separar. El Diablo, pues, no es una entidad, sino una función: la de
dividir o separar, que muestra las partes del Todo y genera la sensación de
independencia de dichas partes frente a la Unidad subyacente. Así “nacemos”
como individuos aislados, egocéntricos y egoístas; y así se abre la puerta a la
experiencia humana reflejada en la metáfora del “Árbol del conocimiento del
Bien y del Mal”, que augura la presencia de los polos opuestos en el vivir, y
la consiguiente sociedad hecha de luces y sombras. Por tanto, allí donde la
división -o cualquiera de sus consecuencias- se manifieste, está sin duda “presente”
el Diablo.
Y
el Papa, a juzgar por sus palabras, ha
descubierto que el Diablo habita en el Vaticano haciendo de éste una empresa
difícil de gobernar, o tal vez imposible. Quizá el Papa, al igual que nosotros,
abrigaba la creencia de que allí sólo habitaba el Espíritu Santo, porque Dios
habría hecho para sí mismo un reservado en la Tierra diferente del resto. Pero
resulta que allí también mora el Diablo, tan aparentemente distante del
Espíritu Santo según nuestra creencia.
¿Participaba el Papa de esta creencia común, o sabía ya que Dios no es una entidad
arbitraria ni caprichosa, sino “un poder eternamente viviente y eternamente
creador” que incluye en su inaprensible naturaleza todos los mundos, materiales
y espirituales, habidos o por haber; que todos los extremos son facetas de Sí
igualmente santas; que nada existe fuera de Él y que en todo lo creado se
complace y ama por igual? Tiendo a pensar que el Papa, este Papa, conoce muy
bien a Dios y, por tanto, la función de
separación a Él perteneciente y que llamamos Diablo, declarada no obstante maldita
por la misma institución que él representa; lo cual equivale a declarar
excluida de Dios a una de sus partes, o que Dios está “diabolizado”.
El
mantenimiento de esta creencia hace del dios del catolicismo un dios incompleto
a quien se le enfrenta un poderoso rival: el polo opuesto creado con todo lo
que le hemos “quitado” a Él. Ese dios no
es Dios. El Dios en el que yo creo no tiene rivales, porque no hay nada
fuera de Él y todo cuanto existe es Él manifestado en incontables formas. Sólo
existe Dios. Y, si a día de hoy existe algo que aún no hemos reconocido como
perteneciente a Dios, estamos en deuda con Él.
Esta
reflexión nos acerca al sentimiento de Orígenes de Alejandría expresado en el
concepto denominado apokatastasis, o gran
reconciliación universal; acto supremo de restauración de la Unidad en virtud
del cual todo lo disperso queda integrado en la naturaleza de Dios, sin que
nada haya sido perdido, ni excluido, ni separado. Y, tal vez nos acerque asimismo
al sentimiento del Papa que inspira su
renuncia. ¿Comparte Benedicto XVI la visión de Orígenes, que en su caso le
obligaría a levantar la excomunión que pesa sobre el Diablo? ¿Acaso no es este
mismo mensaje el que transmite Jesús al referirse a la oveja extraviada, sin la
cual no está completo el rebaño?
Desconozco
si el Papa participa de este sentimiento. Pero voy a imaginar que sí; que
interpreta la parábola de Jesús como una alusión personal donde deviene “buen
pastor”, y que su retirada no es una renuncia, sino una estrategia que necesita
de la soledad para descender al rincón más profundo del alma y allí vivir el
proceso de encuentro con esa función rechazada, para sentir el dolor del desprecio
en ella acumulado y, luego, en nombre de cuanto él representa, abrazarla como
una madre abrazaría a su hijo más necesitado.
Félix
Gracia