“Hay un vacío en el alma que
tiene la forma de Dios, que sólo Dios puede llenar”
(San Agustín)
El
Papa Francisco, haciendo honor a lo que evoca su nombre, ha proclamado su deseo de tener “una iglesia
pobre para los pobres”, causando un positivo y esperanzador impacto en el catolicismo.
Y no es para menos, pues ha tocado un asunto que a muchos preocupa viendo la
deriva de la institución en algunos aspectos, que exige, quizá, una refundación de la misma. Personalmente,
yo también aplaudo sus palabras y comparto su objetivo, aún si no coincidiéramos
en la apreciación del término “pobreza”. Su declaración, no obstante, contiene
tanto y en tan pocas palabras que invita a una serena reflexión.
La
precisión que establece al manifestar su
afán, sugiere al menos dos cosas; primera, que existe un colectivo de “pobres” en el seno la sociedad, y otros que
no lo son; y segunda, que a día de hoy la Iglesia no ha hecho de ellos su objetivo
fundamental. La sociedad, pues, parece estar compuesta de ricos y pobres;
tácita afirmación que nace de una observación objetiva de la vida y de los
hombres, sin duda cierta, pero parcial en sí misma; no general, no universal,
no católica; lo cual resulta un tanto
paradójico viniendo del máximo
representante de una iglesia que se autodenomina católica. En tal caso, y si
los pobres no son todos, ¿quiénes son los pobres?
Decía
en un artículo anterior que el nuevo Papa procedía del Nuevo Mundo (América), y
que tal vez su elección fuese un indicio, una señal del “mundo nuevo” al que
aspiramos. Decía igualmente que quizá estemos en el inicio de un cambio que nos
lleve a vivir de una manera más humana y compasiva, más cercana a la necesidad
del “otro” y a su dolor -que también es nuestro- y más decididos a ofrecer
nuestro reconocimiento y ayuda a todos los abatidos para que recuperen la
memoria de lo que son y con ello su dignidad. ¿Quiénes son “los abatidos, los
quebrantados de corazón y los encarcelados” que dieron sentido a la vida de
Jesús, referente fundamental y paradigma de la Iglesia?¿Guardan relación con
los pobres?
Abatir
significa descender, “hacer bajar
algo que estaba izado”; y también derribar,
“hacer caer algo destruyéndolo”, de donde se deriva abatido, cuyo significado es: desanimado, afligido, angustiado,
decaído, deprimido, agobiado, desmoralizado, hundido… Aplicado a los seres
humanos, los abatidos, los quebrantados de corazón y los encarcelados definen a
un mismo tipo de personas, y vendrían a ser aquéllos que viven atrapados en un
sentimiento complejo donde conviven la sensación de haber perdido una posición
mejor, con la impresión de que algo valioso ha resultado destruido en la caída,
provocándoles una profunda aflicción, el desánimo y la impotencia. Y fueron
ellos -recordémoslo-quienes dieron sentido a la vida de Jesús al convertirse en
su objetivo, según sus propias palabras y sus actos.
Y,
¿quiénes son y dónde están hoy aquellos abatidos de antaño? Es preciso
recuperar la metáfora del Paraíso Terrenal para poder contestar a esta
pregunta; para entender que originalmente somos uno en y con Dios, sin separación posible, y que dicho estado o cualidad de la existencia,
absolutamente inaprensible para la razón, es sugerido por la citada metáfora
del Paraíso. La mencionada cualidad de la existencia es pues nuestro “punto de
partida”. Y el propio relato del Génesis, a través del recurso de la
“expulsión”, anuncia el descenso o “caída”
desde dicho estatus, registrada en el alma como una gran pérdida y con el
sentimiento añadido de que tal daño ha sido provocado por nosotros mismos, por
el ser humano. La metáfora del Paraíso y la caída, aluden a un cambio radical que
va desde el “sentirse en el corazón de Dios, a sentirse excluido de Él”; con el
agravante de la culpabilidad propia, que atrae y justifica la necesidad del
sufrimiento como experiencia reparadora. ¿Cabe mayor pérdida?
El
ser humano es el resultado de tal proceso; lo cual advierte acerca nuestra enorme complejidad psíquica, completamente
ignorada. Puede decirse que en nosotros vive esa simbólica historia como si
realmente hubiera ocurrido, convertida en estructura arquetípica, o impulsos
vivientes de los que no somos conscientes, pero influyentes y en muchos casos
determinantes de nuestros actos. El relato del Génesis es una metáfora que
alude al proceso del alma que encarna; no se nos cuenta porque así sucedió,
sino porque así estamos hechos, porque así somos, y porque desde su inspiración
silenciosa y su influencia vivimos cada instante de nuestra vida.
Decía
San Agustín, conmovido por el drama de la humanidad, que “Hay un vacío en el
alma que tiene la forma de Dios, que sólo Dios puede llenar”. Un “sentimiento
de vacío”, como una ausencia, provocado por la pérdida del estado de unidad en y con
Dios, que nada del mundo puede compensar: ni la riqueza, ni el poder, ni la
gloria; nada. Nada ni nadie puede satisfacer esa carencia que a todos sin
excepción nos convierte en pobres; pobres
de solemnidad, tanto si estamos rodeados
de honores y de riquezas como si carecemos de todo. Porque la pobreza no es una
situación de objetiva falta de medios, sino un sentimiento de orfandad sembrado en el alma que sólo resuelve la presencia de Dios. Tal sentimiento es el origen de todas las “pobrezas
humanas” conocidas, que incluyen no sólo las carencias, sino también la
necesidad y los deseos de satisfacerlas, los cuales derivan a menudo en pulsiones como la lujuria, la envidia o la codicia, conocidas como “pecados
capitales”; verdaderos estados psíquicos
incontrolables que nublan la conciencia y son causa de sufrimiento, sin que el
ser humano pueda escapar a su dominio e influencia. La vida humana se torna así
en algo parecido a una noria; en una suerte de viaje en círculo creyendo que
avanzamos porque no cesamos de caminar, cuando en realidad sólo giramos
alrededor de un eje, repitiendo y repitiendo experiencias que cambian en la forma, pero son idénticas en lo
esencial.
Este
es el vivir humano -el Samsara- en
cuyo origen se sitúa un cambio registrado
en el alma como un descenso o caída, una pérdida irreparable y una carga moral
de culpabilidad altamente condicionante
y restrictiva que atrae el sufrimiento. Tal
es la base que sustenta nuestra presencia en el mundo y nos ata a él. Y éstos,
quienes viven así, son los auténticos pobres; estos son los abatidos de la tierra: nosotros.
Todos.
No
existen, pues, dos grupos humanos de ricos y pobres, sino uno. Todos somos
pobres. Y es esta pobreza íntima la que, por existir en el alma, se manifiesta
en forma de falta o carencia de recursos, dando lugar a una categoría social
denominada “pobres” -así, a secas- cuando en verdad representan el anhelo más
profundo y genuino del alma. Ellos son la punta del iceberg del estado de
pobreza de todos. Cada “pobre” que camina sobre la tierra es la “versión” pobre
de cada uno de nosotros proclamando nuestra orfandad. Con su testimonio,
pues, no muestran su personal pobreza,
sino la ausencia de Dios en todos.
La
injusticia social tantas veces denunciada no consiste en el desigual reparto de
la riqueza, que es una simple consecuencia, sino en el no reconocimiento de la
función espiritual de los “pobres” que debería provocar en nosotros la búsqueda
de Dios. En ello radica la injusticia, pues, eludiendo nuestra obligada función
mantenemos la manifestación de la pobreza en el mundo. “Pobres, siempre los
tendréis entre vosotros, y a mí no me tendréis”, afirmó Jesús aquel día que una
mujer derramó perfume sobre sus pies y Judas expuso que hubiera sido mejor dar
de comer a los pobres con ese dinero. Con dicha respuesta, Jesús no rehuye la
dedicación a los pobres, tantas veces testimoniada con su actividad, y sí pone en cambio el énfasis en lo prioritario, señalando el camino que es la devoción a Dios
en él representada.
El
Papa Francisco sueña con una iglesia para los pobres, y muchos de nosotros
también. Pero no es igual atender o cuidar de ellos que erradicar la pobreza;
ambas funciones, aunque diferentes, son igualmente necesarias y compatibles, y
sobre su práctica descansa el verdadero ejercicio de la caridad. Ayudar a
los pobres que manifiestan su pobreza -los
aludidos por Jesús- es bueno y es justo . Mas, es preciso saber que el beneficio
de esta buena obra apenas mitiga los efectos de la pobreza, pero no la evita. Si sólo
intervenimos a ese nivel, aunque repartiéramos con ellos todo cuanto tenemos
seguiría habiendo pobres.
La
auténtica caridad va más lejos; más allá de todo lo visible hasta alcanzar la
intangible naturaleza del alma, donde “hay un vacío que tiene la forma de Dios,
que sólo Dios puede llenar”; para allí conectar con la impresión del vacío, con
ese sentimiento de ausencia infinita que a todos nos convierte en pobres…, y
sentirse así…, y sentir a los demás hasta que brote la compasión que nos une, y
con ella la voluntad de actuar allí donde estemos, con nuestro convencimiento y
con nuestros medios, proclamando la buena nueva anunciada por Jesús para que
ese Dios íntimo al que llamó “padre bondadoso”, siempre presente en el alma
humana, sea por fin percibido por éstos y acabe así su orfandad y la pobreza
que de ella nace. Esta es la prioridad.
Como
ya he sugerido, quizá estemos en el inicio de un cambio en nuestra manera de
vivir, más conscientes y sensibles al dolor de los demás, que también es
nuestro. Quizá ha llegado el tiempo de sumar voluntades hacia el objetivo común
de la familia humana, desde el reconocimiento de que “ya somos algo común”, que
nuestra manifiesta diversidad no debilita. Quizá es el momento de afrontar la
necesaria metanoia individual que nos
impulse hacia metas más elevadas. Si así fuera, si así es, ayudémonos
mutuamente, fundemos en nuestro corazón esa nueva iglesia que no requiere
territorios, ni templos, ni oropeles, ni títulos; hagámosla como un sentimiento,
donde los pobres -todos- encontremos aquello que sacie nuestra necesidad.
Félix
Gracia